El Primero de Mayo, conmemoración del Día del Trabajo, es una especie de fiesta con sabor agridulce. Por un lado, es un merecido homenaje en memoria de los trabajadores que fueron ajusticiados en los Estados Unidos, por una huelga para reclamar la jornada laboral de 8 horas. Por otro, tengo la sensación de que la fecha del 1º de Mayo ha perdido toda su fuerza reivindicativa y finalmente se ha convertido para la mayoría de trabajadores españoles en una día más del calendario, que se aprovecha para hacer un puente vacacional. Evidentemente, la carga revolucionaria del Primero de Mayo de aquel viejo sindicalismo de clase se ha perdido ante la mejora del bienestar de los trabajadores y de las condiciones laborales conseguidas por las conquistas sociales del último siglo, sin embargo, considero que la tarea de los sindicatos como asociación de trabajadores por cuenta propia o ajena, creada con el fin de defender los intereses profesionales, económicos y laborales de sus miembros es fundamental, necesaria y de vigente actualidad. La globalización, la deslocalización industrial, la inmigración masiva e ilegal, la precariedad en el empleo, el mobbing o la alta siniestrabilidad laboral son problemas que deben ser abordados desde un sindicalismo nacional e independiente, lejos de ser correas de transmisión de partidos políticos o elites financieras.
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